Cuando el Papa dijo que no quería «monjas que sonrían como azafatas» nunca se refirió a la madre Antonia, capaz de llevar pañales, sacar una muela o procurar consuelo espiritual a los enfermos de sida o tuberculosis, encerrados en el módulo seis de la cárcel de máxima seguridad de Tijuana (México).
Cuando Francisco insiste en que lo que el quiere es una «Iglesia pobre» tampoco se refería a esta mujer menuda de 86 años, que falleció la semana pasada, y que vivía en una celda con vistas al cemento donde sólo había un catre, una silla plegable, una cafetera y una imagen de la Virgen de Guadalupe.
Sólo protegida por su hábito se paseaba entre peligrosos tatuados a los que limpiaba sus excrementos o recomendaba libros. Tanta otras veces hizo de intermediaria entre la dirección y los presos y aplacó motines.La cárcel más feroz está de luto tras la muerte de la madre Antonia, una monja estadounidense que hace más de tres décadas abandonó su lujosa vida en Beverly Hills (California) para dedicarse a mejorar las condiciones de vida de los reos de una prisión de la ciudad de Tijuana.
Brenner visitó la penitenciaría en la que se quedó por primera vez en 1965, durante un viaje para llevar medicinas y suministros a hospitales de Tijuana, en la frontera con Estados Unidos. Se mudó a la prisión 12 años después, cuando ella tenía 50. Allí ha trabajado por mejorar la calidad de vida y conseguir fondos para los presos y sus familias. Lo mismo lograba una dentadura postiza que unas muletas para un lisiado.
Resultaba conmovedor escuchar al terrible Efraín Armedáriz, un peligroso secuestrador y asesino, que ha pasado encarcelado la mitad de sus 49 años, quebrársele la voz cuando habla de «mamá Antonia» como era conocida.
«Nos ha traído libros, nos ha conseguido sábanas o nos ha quitado muelas. Pero también nos ha sacado tatuajes, ha conseguido dentaduras postizas o se ha puesto en contacto con nuestros familiares», recuerda el famoso reo.
La madre Antonia Brenner, cuyo nombre era originalmente Mary Clarke, nació en Los Ángeles, la segunda de tres hijos. Su padre hizo una fortuna vendiendo suministros de oficina a contratistas de defensa durante la Segunda Guerra Mundial. Su familia vivía en Beverly Hills y tenía una casa de verano con hasta 11 habitaciones y una espléndida vista al mar en Laguna Beach, al sur de Los Ángeles.
Tras dos matrimonios fallidos, Brenner se dedicó al trabajo caritativo y se ordenó monja en 1977.
No dudaba en intervenir durante conflictos en la prisión, donde se han registrado numerosos choques violentos, incluido uno en 2008 que causó la muerte de una veintena de internos.
Otro de los más graves, en 1984, «terminó cuando la mamá Antonia les pidió a sus hijos que dejaran las armas», explica José Antonio Granillo, antiguo funcionario de prisiones.
«Soy efectiva en los motines porque no tengo miedo. Simplemente rezo y camino hacia ellos», dijo a la agencia AP en 2005. «Una mujer en velo blanco entra, alguien que saben que los ama. Se hace un silencio, vienen las explicaciones y, poco a poco, bajan las armas» explicó.
Durante estos años sólo viajó a California para conseguir dinero y visitar a sus siete hijos y a sus más de 40 nietos y biznietos, a los que entretenía con historias sobre su vida entre rejas.
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