Belcebú, el divo, el zorro, el Papa negro, la Esfinge, el jorobado, tío Giulio, el indescifrable... Son algunos de los sobrenombres por los que se conocía a Giulio Andreotti, un hombre que lo ha sido todo en la política italiana: siete veces primer ministro, ocho veces ministro de Defensa, cinco titular de Exteriores, tres de Administraciones Públicas, dos veces ministro de Finanzas, de Industria, una ministro de Economía, Interior, Cultura y Políticas Comunitarias y líder de la Democracia Cristiana...
Ese hombre bajito y chepudo, de una tranquilidad pasmosa, meticuloso casi hasta lo patológico, rodeado de misterios, profundamente católico, con una memoria sobrehumana, dueño de una fina ironía y que durante 60 años ha sido el protagonista absoluto de la política italiana falleció ayer a las 12.25 horas en su casa de Roma de una insuficiencia respiratoria. Tenía 94 años, cumplidos en enero pasado.
Por deseo expreso del propio Andreotti, conocido por su austeridad, no habrá funerales de Estado ni su cuerpo será expuesto en una capilla ardiente abierta. En su casa del Corso Vittorio Emanuele, donde ayer tuvo lugar su velatorio, sólo se permitía el acceso a sus amigos.
Los funerales de esta leyenda política también serán privados. Tendrán lugar hoy en la intimidad de san Juan de los Florentinos, la iglesia situada a pocos pasos de su casa a la que Andreotti acudía como un reloj a escuchar misa a las siete de la mañana. «Venía todos los días, pero desde que se puso enfermo hace un año, era yo el que iba a su casa a darle la comunión», recordaba ayer el párroco Luigi Veturi.
Andreotti ingresó el 3 de mayo de 2012 en la UCI del Hospital Gemelli, a donde le llevó una bronquitis que se complicó. Algunos medios de comunicación, incluida la versión italiana de Wikipedia, llegaron a anunciar su muerte. Falsa alarma. «Déjenles, da buena suerte», decía el propio Andreotti con su proverbial sentido del humor ante el anuncio de su defunción: «Se han confundido. Y esperemos que sigan confundiéndose». Cuando sus condiciones mejoraron, y después de 13 días ingresado, fue dado el alta. Pero ya nunca se recuperó completamente. Al revés: fue empeorando poco a poco.
La inmensa mayoría de clase política italiana rendía ayer homenaje a un hombre que llevaba en la escena pública más tiempo que Isabel II como reina de Inglaterra y cuya carrera política ha abarcado siete Pontificados (de Pío XII al Papa Francisco) y 12 presidentes de Estados Unidos (de Truman a Barack Obama). Un sólo dato: cuando Andreotti empezó en la política en Italia aún había una monarquía y los Saboya reinaban. Nadie como él encarna, con sus luces y sus sombras, lo que ha sido la I República Italiana, que arrancó en 1946 y concluyó en 1994 en medio de los escándalos de corrupción de Tangentópolis.
«Fue protagonista de la democracia italiana desde el nacimiento de la República tras los traumas de la dictadura y de la guerra», decía sobre él el nuevo primer ministro italiano, Enrico Letta. «Ha hecho la historia de Italia», lo celebraba Berlusconi. Pero también había, sobre todo entre el ala de la izquierda, quien recordaba sus zonas más sombrías, sus relaciones con logia masónica P2, con la Cosa Nostra y con el banco vaticano.
Al fin y al cabo, el Supremo italiano estableció que hasta la primavera de 1980 Andreotti mantuvo relaciones de «concreta colaboración» con exponentes de la Cosa Nostra, pero que no podía ser condenado por haber prescrito el delito. También fue juzgado por ordenar el asesinato del periodista Mino Pecorelli, acusación de la que fue absuelto.
Los más retorcidos aseguran incluso que uno de los motivos por los que Andreotti se negó a negociar la liberación de Aldo Moro, secuestrado por las Brigadas Rojas, fue para quitarse de encima a un incómodo rival. Una acusación que le molestaba especialmente y a la que en su momento encaró asegurando que hasta había hecho voto de renunciar a los helados –su único vicio– a cambio de que Moro fuera liberado. de la pista y el cierre de cinco de las ocho salidas de seguridad.
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