El Alzheimer, más que una enfermedad, es un proceso. Un largo proceso en el que el cerebro comienza a estropearse muchos años antes de que el paciente muestre los primeros síntomas. Un proceso en el que, sólo el tiempo (o una autopsia cerebral) puede poner el nombre definitivo a esos olvidos.
«Ni siquiera nosotros podemos diferenciar bien cuándo acaba el deterioro cognitivo leve y cuándo comienza el Alzheimer». Con estas palabras, David A. Pérez, director de la Fundación del Cerebro, expresa el escenario actual de una enfermedad que afecta a unos 500.000 españoles (o hasta 800.000, si se incluyen los no diagnosticados). En realidad, el deterioro cognitivo leve es un gran cajón de sastre que aglutina un sinfín de síntomas que, en algunos casos, corresponden al debut de la enfermedad de Alzheimer y, en otros, a escenarios bien distintos.
Fernando tiene 85 años y hasta hace ocho o nueve aún trabajaba como abogado en su despacho madrileño. Hablando con él es difícil para un profano distinguir a primera vista su deterioro cognitivo leve, pero él mismo confiesa que «a veces mi mujer me dice, en tono de reproche: eso ya me lo has dicho varias veces». Habla como si fuese ayer de su barrio de Lavapiés y de que le gusta leer en francés la biografía de Napoleón; pero olvida los datos recientes, como el nombre de la periodista que acaba de presentarse, y repite varias veces lo mismo durante la charla. En un 80% de casos como el suyo, ese deterioro progresa hacia un diagnóstico de Alzheimer en un plazo de cinco años. No es cuestión de días, ni de pruebas diagnósticas definitivas... sino de un proceso, de un conjunto de síntomas bien identificados por los especialistas. Junto a la pérdida de memoria suelen aparecer fallos de lenguaje y problemas para realizar tareas cotidianas.
Que la enfermedad diagnosticada en casos como éstos sea realmente Alzheimer sólo puede decirlo el tiempo («a veces no nos queda más remedio que esperar unos meses para ver la evolución», señala Pérez) o una autopsia del cerebro que permita apreciar los depósitos de proteínas tóxicas que se acumulan dentro y fuera de las neuronas. Algunas pruebas de imagen, como la resonancia magnética, pueden ayudar, aunque no son imprescindibles hoy en día.
Sin embargo, los neurólogos no se conforman con eso y desde hace tiempo buscan marcadores que permitan averiguar lo que está ocurriendo dentro del cerebro sin necesidad de esperar a la autopsia ni de que el paciente llegue a demenciarse, «adelantándonos incluso al deterioro cognitivo leve», explica Gurutz Linazasoro, director médico del Centro de Investigación en Terapias Avanzadas (Cita Alzheimer). Este centro lleva a cabo un estudio con voluntarios sanos (con y sin antecedentes familiares) para identificar factores de riesgo de la enfermedad.
«Sólo así podremos aplicar con éxito tratamientos preventivos», señala por su parte José Luis Molinuevo, que dirige un ensayo similar en la Fundación Pasqual Maragall (financiado por la Obra Social la Caixa). Porque la realidad, admiten, es que los tratamientos actuales tienen un discreto efecto (mayor cuanto antes se administran) a la hora de frenar la neurodegeneración. Mientras la farmacopea avanza, recuerdan, la estimulación precoz y el ejercicio físico son, por ahora, las mejores pastillas.
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