Aquel domingo, Rocío no cogía el móvil. Ella, que siempre anunciaba sus pasos cuando estaba lejos, no llamaba. Con la cena imposible en la tripa, con ese hambre de sospecha que te impide comer, Félix oyó en TVE el titular de un asesinato en Valencia. «Se me encendió una luz». Sin hablar, a solas con su miedo, subió a la habitación y pinchó la web del periódico: Un colombiano mata a una joven de 25 años en la calle Ecuador... Bajó y, como quitándole importancia a la pregunta más negra de su vida, se dirigió a su mujer:
- Lucila, ¿cómo se llama la calle donde vive el novio de la niña?
Y Lucila, que llevaba una tarde de madre pendiente, se giró a Félix:
- No sé, Ecuador o algo así.
El hombre miró un instante al suelo, sólo un flash, y se murió.
Volvió a la realidad y se fue con su mujer y su hijo a denunciar la desaparición de Rocío. Cuando estaban saliendo de casa con sus abrigos de frío, vieron a una pareja de policías que traía su patrulla de malas noticias. Y antes de que nadie dijera nada, el Félix hijo, el Félix hermano, el Félix pequeño, habló a los agentes:
- No me digan que es mi hermana. No, por favor.
Los policías se acercaron y dijeron un nombre para siempre:
- ¿Rocío López Agredano?
«Aún conservo la hojita donde los policías apuntaron el teléfono de la comisaría y el número de diligencia del caso. Me dijeron que llamara al día siguiente. Y se fueron. Así, sin más. El mundo se hundió».
Ésta es la historia de lo que queda cuando una vida de mujer se asesina, los restos de una víctima en quienes la quieren, la postmuerte de género.
Eso empieza demasiado pronto, al primer segundo de saberlo. O un día después. «Con un policía amigo, fuimos al piso donde la había matado. Yo no me asusto fácilmente, pero me dijeron que no entrara. Vi mucha sangre. Recogí tres cosas de ella y nos fuimos. Luego vi a mi hija en la morgue y supe que tendríamos que vivir de otra manera».
Nos ocupan Félix, Lucila y Félix, el padre, la madre y el hermano de Rocío, asesinada de 30 puñaladas por Jairo Ortiz Cortés el 30 de noviembre de 2008. El viernes hará cuatro años.
Ellos saben que Rocío no está, pero ella no para de estar. Está en el óleo del salón, en los trofeos que ganó como gimnasta, en las fotos de la casa, en la asociación que montaron en su memoria, en las charlas que dan a los chicos, en los discursos duros de Félix a los políticos, en la chapita con la cara y el nombre de Rocío que llevan desde que se arrancaron la telaraña de su secuestro doméstico. «Lucila estuvo metida en casa dos meses. Yo no falté ni un día a trabajar porque necesitaba actividad mental. Los amigos venían a casa pero no sabían qué decir. Qué vas a decir. Es duro. Tuvimos dos equipos de psicólogos y como temíamos a la depresión, decidimos luchar. Lucila es la fuerza de una madre cuando tocan a su hija. Y eso es imparable».
El otro Félix tardó más. Durante tres años decidió pensar que no veía a su hermana porque estaba en otro país, «una coraza», dice el padre. Y, de pronto, se cayó. «Un día lo oímos llorar. Nos acercamos y dijo: 'Mamá, es que ya no voy a tener sobrinitos'».
La familia se incorporó a la vida. A la vida después de la muerte. Lo primero fue el juicio, soportar la estrategia de la defensa, eso de que Rocío fue de Castellón a Valencia a matarle a él, y demostrar que fue Jairo el que la llamó para que le ayudara a hacer una mudanza, que fue él quién compró una bombona de gas y un cuchillo grande de cocina...
Con su ingeniería industrial y su carrera de profesora a cuestas, Félix y Lucila se bebieron la Ley Integral, hablaron con otros padres huérfanos de hijas, montaron Afavir y tomaron conciencia de género. «Vivimos en una sociedad machista donde las víctimas de la violencia de género son víctimas de segunda y las del terrorismo de primera. Desde 1999, la violencia de género ha matado a 900 mujeres. ¿Y si hubieran sido 900 políticos, 900 periodistas o 900 médicos? Son sólo mujeres». ¿Y entonces? «Entonces hay que cambiar las cosas. Los asesinos deben cumplir íntegramente sus penas. Y hay que crear una asignatura que enseñe valores e identifique las señales: el maltrato no empieza con una paliza, sino comiéndote el coco. Los agresores son todos iguales, son de libro».
Félix habla acariciando un caniche. Lucila se ha metido en la alcoba. Aún hay noches que la traicionan cuando un periodista pregunta por Rocío. Los días son mejores, las visitas al Centro de la Mujer, el trajín de la asociación, el concurso de relatos, las charlas a los adolescentes sobre desigualdad, donde Lucila y Félix cuentan que si él te dice que esa falda es corta no es amor, sino control...
Si hubieran sabido lo que saben ahora. Ellos, que no intuyeron, que hilan hoy cables sueltos de ayer. «Las amigas decían que cuando estaba con él, Rocío cambiaba, se quedaba seria y callada. Ella, que era todo alegría».
Cómo iban a presentir nada si Rocío era un volcán contra el machismo, si un mes antes de su asesinato escribió un tratado para prevenir la violencia de género, si cuando veía la noticia de un crimen, aparcaba los cubiertos en el plato y hablaba: «Decía: 'A mí me hacen eso y lo mato'».
A aquel tipo de hechuras culturistas, callado, esquivo, que hoy va restando días a sus 20 años de condena, debió aflojarle la hombría el adiós que le anunció Rocío. Sólo aguanto nueve días. Al décimo la mató.
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